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Las tarifas comerciales, el nuevo armamento de la geopolítica estadounidense

De FUNDACION ICBC | Biblioteca Virtual

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Federico Merce, Cenital, 9 de marzo de 2025

RADAR

Lo importante es la salud, las tarifas van y vienen

Parece que en el mundo de Donald Trump las tarifas no solo son un instrumento económico para forzar a terceros a cambiar sus conductas, sino algo con lo que el presidente estadounidense gana tiempo tejiendo y destejiendo, como Penélope, para mantener a raya a sus socios. Es que lo que anuncia un día lo suspende al otro. Hasta ahora, apuntó hacia los socios comerciales más importantes: impuso tarifas del 25% sobre Canadá y México, además de un 20% sobre China (que se suma a una tarifa promedio del 10% que se aplica a la mayoría de bienes chinos). Acto seguido, Trump le dio a las empresas automotrices una excepción de un mes, señalando que el 2 de abril hará más anuncios. ¿Apunta a que en un mes los dos primeros países mencionados den mejores señales de estar bloqueando el paso de inmigrantes y de fentanilo? No lo sabemos. Incluso el viernes pasado amenazó a Rusia con más sanciones si no se sentaba a negociar la paz con Ucrania.

Sí, Trump necesita mostrar que está tomando decisiones y que esas decisiones son buenas para el país. Pero al mismo tiempo, la incertidumbre por los efectos distributivos que pueden tener dentro y fuera del país como así también la retaliación que puede recibir es lo suficientemente alta como para sembrar dudas internas y externas. Tené en cuenta, también, que está pensando en ordenarle a Linda McMahon, secretaria de Educación, que desmantele el departamento de la misma cartera. Además cuenta con iniciativas en materia de deportación, rehenes en Gaza, acuerdo nuclear con Irán y apoyo en Ucrania. Trump te inunda el comedor y, cuándo conseguiste un balde para sacar el agua, te inunda la cocina. Domina como pocos el ciclo de noticias.

El problema reside en que cuando un gobierno genera tanto ruido, resulta muy difícil poder dominar los efectos no deseados. Uno es que, entre diciembre y enero, el déficit comercial de Estados Unidos trepó de USD 98 a 131 mil millones. Los economistas señalan que el incremento tuvo que ver con la decisión de muchas compañías americanas de aumentar sus stocks antes de que llegaran las tarifas. El otro es que, más allá del impacto en los precios –que parece inevitable–, el Mercado está captando la señal de que el crecimiento será mucho más lento de lo previsto. El índice S&P 500 perdió buena parte de sus ganancias alcanzadas a fines de 2024 y Tesla, que había saltado luego del éxito de Trump en las elecciones, está retrocediendo también.

Y el otro efecto es que el mercado europeo parece estar en alza. La señal emitida es que se dirige hacia un “modo estímulo”: las bolsas de allí subieron su valor, el euro creció frente al dólar, y Alemania anunció un paquete para la defensa, haciendo subir el valor de las empresas del sector –la alemana Rheinmetall subió 130% en los últimos seis meses–. Los inversores sospechan que el “Make America Great Again” ha desatado una onda “Make Europe Great Again” que está balanceando el Mercado. Es difícil saber cuánto de esto es una tendencia y cuánto es un evento de corto plazo.

Ruanda y el Congo en conflicto de nuevo

Si hay una constante en política internacional es la incapacidad de Occidente para procesar conflictos fuera de su radar inmediato. Mientras la guerra en Ucrania y la crisis en Gaza dominan las noticias, otra guerra, con raíces en uno de los peores crímenes del siglo XX, avanza sin freno en África. Me refiero al conflicto en marcha entre el Congo y los rebeldes M23 apoyados por Ruanda y también por Uganda. La semana pasada, los segundos se aseguraron el control de las dos ciudades más grandes del este del Congo, Goma y Bukavu y están amenazando con avanzar hacia la capital Kinshasa. Naciones Unidas estima que Ruanda, que niega estar apoyándolos, ha desplegado cerca de 4000 soldados para apoyar al M23. Las organizaciones regionales africanas demandan un cese al fuego. Estados Unidos ha impuesto sanciones a oficiales de Ruanda y el Reino Unido y Alemania suspendieron parte de la ayuda al país.

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Estamos ante un conflicto con una memoria larga –el legado colonial mal gestionado–, una memoria intermedia –el genocidio en Ruanda– y otra corta –la competencia geopolítica por minerales críticos– sobre una región que bien podría estar ingresando en su tercer ciclo de violencia a gran escala. Paul Kagame, el presidente de Ruanda, es un estratega implacable, un exguerrillero que entiende la guerra en términos existenciales. Su narrativa oficial –una Ruanda acosada por genocidas hutus refugiados en el este del Congo– ha permitido a su país librar una guerra encubierta con la anuencia de actores occidentales que prefieren mirar hacia otro lado. Pero no nos engañemos: esto no es un simple caso de seguridad nacional. Ruanda se ha convertido en una pieza central de la economía política del conflicto, extrayendo recursos del caótico Este congoleño en un equilibrio donde las fronteras nacionales se desdibujan y el Estado colapsado del Congo permite una violencia sin responsables claros.

Desde enero de 2025, los muertos superan los 7 mil y los desplazados son más de 600 mil. Lo curioso es que Ruanda, que representa apenas un poco más del 1% del territorio del Congo y cerca del 13% de su población, lleva la delantera en el conflicto. Su oponente es un gigante con pies de barro que apenas controla su capital, Kinshasa. Es demasiado rico en coltán, cobalto y oro como para no ser intervenido desde afuera.

Pero más allá de los estados, están las etnias. El M23, una milicia predominantemente tutsi, cuenta con el respaldo de Kigali, que justifica sus intervenciones en el este del Congo desde el genocidio de Ruanda en 1994, cuando extremistas hutus asesinaron a alrededor de un millón de personas. La región nunca se recuperó del todo de la afluencia de refugiados hutus, incluidos los genocidas armados, que se establecieron en las provincias de Kivu del Norte y Kivu del Sur. El dilema de seguridad para Ruanda y el gobierno tutsi de Paul Kagame siempre ha sido la presencia de grupos militantes en el este del Congo. Pero Kinshasa ha acusado durante mucho tiempo a Kigali de explotar este pretexto para asegurar el acceso a los minerales congoleños y mantener una zona de influencia de facto en Kivu del Norte.

El 4 de marzo, el gobierno de el Congo mantuvo contacto con el de Trump: el primero ahora busca garantías de seguridad de Estados Unidos. En un movimiento que recuerda la diplomacia de recursos de la Guerra Fría, Kinshasa, en línea con el transaccionalismo en boga, le propuso al mandatario americano un acuerdo de minerales a cambio de seguridad con Washington. Con China dominando el sector minero de su país –controlando la extracción de cobalto, cobre y uranio a través de acuerdos negociados bajo el régimen de Joseph Kabila–, la administración de Tshisekedi busca un reequilibrio. Los mercados de Estados Unidos y Europa dependen de estos minerales para las tecnologías de transición energética, pero su acceso ha sido limitado por el cuasi monopolio de China y los riesgos asociados con la economía de conflicto en el Congo.

Incluso, este país está al borde de una guerra regional más amplia. Y tiene muchos ingredientes explosivos: combina la dimensión inter-estatal con lo transnacional; involucra minerales estratégicos; cuenta con la presencia de China y podría terminar involucrando a Estados Unidos. Los grupos vinculados al Estado Islámico, como las Fuerzas Democráticas Aliadas (ADF), añaden otra capa de volatilidad. La preocupación más inmediata es el costo: 7 millones de desplazados internos, 23,4 millones de personas enfrentando inseguridad alimentaria y un alarmante aumento del 30% en las violaciones de derechos de la infancia solo en el primer trimestre de 2024. En última instancia, la pregunta no es si este conflicto terminará, sino cuándo se volverá demasiado grande para ser ignorado.

SONAR

¿Tiene futuro la ayuda al desarrollo?

Desde 1945, la ayuda al desarrollo se fue construyendo como un instrumento central de los países más prósperos para cumplir varios objetivos: incrementar el soft power y ser vistos como generosos, hacer ingeniería social en los receptores, ser un resorte de ayuda humanitaria para aquellos que están atrapados en ciclos de violencia y pobreza o simplemente conectar la oferta de empresas del país con demandas de los donantes. Las experiencias son múltiples y resulta difícil generalizar, pero los efectos han sido, en el mejor de los casos, bastante moderados.

Sí, en ciertas circunstancias salva vidas, como con el Plan Presidencial de Emergencia para Alivio del SIDA (PEPFAR, por sus siglas en inglés) que ha dado medicamentos para tratar el HIV; o la Alianza Global para Vacunas e inmunización (GAVI, por sus siglas en inglés) que vacunó a millones de niños contra distintas enfermedades. En otras, sirve para contener poblaciones golpeadas por el cambio climático, la violencia o la falta de un estado más o menos organizado y, en otras, llena cuentas bancarias off-shore.

Mediante distintos acuerdos, los países más avanzados se fueron comprometiendo a aportar una parte de sus ingresos a la ayuda internacional. En los años 70, por ejemplo, los principales donantes acordaron aportar el 0.7% del ingreso en concepto de ayuda. En 2023, uno de los mejores años en este sentido, los donantes aportaron 0.37%, quedando 196 mil millones por debajo de lo esperado. Si miramos los montos, Estados Unidos es por lejos el principal donante, aportando más que Alemania y Japón juntos. Si miramos porcentajes del ingreso, aporta poco más del 0.2%, lejos del compromiso. En cambio, Noruega, Suecia y Alemania están por encima de la meta, en porcentajes cercanos al 1% del ingreso. En otras palabras, Estados Unidos pone más plata, pero con menos esfuerzo que los nórdicos. En esta sección de Our Word in Data encontrarás datos interesantes sobre la ayuda al desarrollo.

Pero la legitimidad del régimen de cooperación hoy está bajo fuego. En Washington, Elon Musk describió a los trabajadores de la ayuda como un “nido de víboras marxistas” y Donald Trump se propuso desmantelar una buena parte. Aunque la Corte Suprema frenó la decisión de dejar de hacer aportes comprometidos, es claro que el mandatario seguirá adelante más temprano que tarde. Mientras tanto, en Londres, Keir Starmer redujo un presupuesto que ya había sido devastado por los conservadores. El primer ministro dejó en claro que un lugar de donde obtener más fondos para la defensa será el presupuesto asignado a la ayuda al desarrollo. Y en Bruselas, los presupuestos se desangran entre la guerra en Ucrania –costeando por ejemplo la vida de los refugiados en países vecinos– y la crisis migratoria.

Pero no todo es por Ucrania ni por Trump. El tipo de ayuda también está cambiando. El gasto en asuntos globales como el cambio climático o los refugiados se ha duplicado, pasando del 37% al 60% entre 2017 y 2021. Estrictamente hablando, el aporte para reducir la pobreza es cada vez menor. Hace rato que la ayuda al desarrollo viene siendo cuestionada. En 2009, la economista Dambisa Moyo describió a África como “adicta a la ayuda” y sostuvo que el dinero extranjero perpetuaba la pobreza en lugar de aliviarla. Los liberales, por su parte, siempre apoyaron la consigna “better trade than aid”, sin conseguir ninguna de las dos. Y la izquierda siempre miró con sospecha un sistema de ayuda que en el fondo parece esconder un equilibrio entre montos (del norte) por concesiones (del sur). Incluso las posturas moderadas del sur global siempre enfatizaron que el sistema actual no responde a sus necesidades y no les otorga una voz adecuada en el proceso decisorio.

En un clima cada vez más hostil, este sistema parece estar ingresando en el radar de la geopolítica antes que en el radar de la Economía y las instituciones. Y el populismo de derecha lo ha convertido en una bestia negra, un lujo prescindible en tiempos de crisis fiscal y descontento doméstico. En un mundo cada vez más transaccional, la idea de la ayuda desinteresada está llegando a su fin. Los chinos lo entendieron antes que los occidentales: su modelo de financiamiento de infraestructura a través de la Iniciativa de la Franja y la Ruta nunca se disfrazó de caridad.

El giro hacia una contribución más transaccional tiene un precedente. Durante la Guerra Fría, la ayuda occidental era un instrumento para ganar aliados y abrir mercados. Luego, en los 80 y 90, se volvió un modo de ajuste estructural, con Occidente usando el dinero para empujar reformas de mercado en África y el ex bloque soviético. Hoy, la tendencia parece dirigirse hacia un modelo más comercial: inversiones en empresas y financiamiento de proyectos con una rentabilidad esperada. Norfund, el fondo de inversión de Noruega, lo hace desde hace años, apostando en bancos hondureños y granjas lecheras en Malaui. Estados Unidos está siguiendo el mismo camino con su Corporación Financiera Internacional para el Desarrollo.

Pero seamos claros: El retroceso en este sentido por parte del norte global no significa necesariamente que China y Rusia llenen el vacío de la misma manera; sus intereses son más estrictamente comerciales y políticos. En cuanto a los beneficiarios, muchos países emergentes ya lo ven como algo del pasado. Ngozi Okonjo-Iweala, directora de la Organización Mundial del Comercio (OMC), afirmó que África debe cambiar su mentalidad y dejar de depender de la caridad internacional.

En el fondo, este dilema es el dilema de Occidente: ¿cómo proyectar influencia en un mundo donde la generosidad es vista con sospecha, tanto por los donantes como por los receptores? La respuesta podría estar en el modelo emergente de “ayuda con beneficios”, donde las inversiones reemplazan a los subsidios y la rentabilidad compartida sustituye a las donaciones. La era de la caridad puede estar muriendo, pero la ayuda como estrategia, aunque disfrazada de pragmatismo, está lejos de desaparecer.

ESCRITORIO

El silencio estratégico del “greenhushing”

Hace unos años, las empresas no podían esperar a proclamar su devoción por el medio ambiente. Se apresuraban a anunciar objetivos de carbono neto cero, lanzar campañas de sostenibilidad y poner hojas verdes en sus informes anuales. Ahora, muchas de esas mismas empresas han optado por la discreción. Ya no es el greenwashing –el embellecimiento exagerado de credenciales ecológicas– el que domina la narrativa corporativa, sino su inverso: el greenhushing –hay quienes lo traducen como “ecosilencio”–. Es decir, las empresas continúan implementando políticas sostenibles, pero prefieren no hablar de ellas.

El Transparency Index de Connected Compact expone esta tendencia en cifras. En el Reino Unido, 63 de las 100 principales empresas que cotizan en bolsa minimizan activamente su discurso ambiental. En Estados Unidos, la cifra asciende a 67 grandes firmas públicas y privadas que han decidido dejar de presumir sus iniciativas climáticas.

¿Por qué el cambio de tono? En Estados Unidos, el regreso de Donald Trump y su cruzada contra la regulación ambiental ha transformado el paisaje corporativo. Para muchas empresas, hablar de cambio climático ya no es solo irrelevante, sino contraproducente. En su lugar, prefieren vender sus iniciativas con otros términos: “innovación” o “seguridad energética”. En Europa, el riesgo es diferente: una regulación más estricta ha convertido la sostenibilidad en un campo minado legal. La amenaza de sanciones –como multas de hasta el 10% del ingreso anual global en el Reino Unido para quienes exageren sus logros ecológicos– ha llevado a las compañías a evitar cualquier afirmación que pueda ser interpretada como greenwashing. Mejor callar que arriesgarse a titulares negativos o investigaciones regulatorias.Las consecuencias de este greenhushing –o ecosilencio– son debatibles. Por un lado, la falta de transparencia debilita la presión entre pares: si las empresas pioneras dejan de compartir sus avances, ¿quién marcará el estándar? También puede erosionar la confianza del consumidor, que ya sospecha de cualquier narrativa corporativa sobre sostenibilidad. Pero hay un argumento pragmático a favor del silencio: la agenda climática ha entrado en una fase de realpolitik. En un entorno donde la sostenibilidad es políticamente polarizante o legalmente riesgosa, las empresas responsables simplemente hacen lo que deben hacer sin proclamarlo a los cuatro vientos.

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