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Pensar desde la periferia

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José Miguel Amiune, Voces en el Fénix, septiembre de 2013

¿Cómo analizar la inserción de la Argentina en el mundo? Hay una sola opción, verla desde la tradicional mirada desde el centro, o dar un giro epistemológico y replantear el examen desde la periferia.

Las relaciones centro-periferia han sido uno de los aportes fundamentales del estructuralismo latinoamericano. Acuñada la teoría por Raúl Prebisch, la desarrollaron ilustres economistas como Celso Furtado, Osvaldo Sunkel y Aldo Ferrer, por sólo mencionar algunos. Esas categorías de análisis se expandieron a la sociología y a la ciencia política.

Aún queda por llenar un vacío teórico en el terreno de las relaciones internacionales.

El objeto de este artículo es iniciar un camino crítico que permita vincular la estructura del sistema internacional y la distribución del poder mundial, como marco de análisis de la inserción de la Argentina en el mundo. El estudio de las relaciones internacionales no tuvo su origen en la Academia ateniense, ni tampoco –como se repite– en los Tratados de Westfalia de 1648, momento en que surge el Estado moderno.

Son un orden de conocimiento que adopta entidad de disciplina académica como resultado de un fenómeno inédito: la Primera Guerra Mundial. Tras la firma del Tratado de Versalles, aparecen como un campo de estudios que tiene una clara especificidad británica, con la creación del Royal Institute of International Relations.

En 1919, la primera cátedra de Relaciones Internacionales fue creada por la Universidad de Aberystwyth, gracias a un donativo de David Davies. La iniciativa británica respondía a una demanda práctica: formar a los diplomáticos vinculados a la Sociedad de las Naciones. Así, impulsaron la creación del Instituto de Altos Estudios Internacionales fundado, en 1927 en Ginebra, por William Rappard. Este instituto fue uno de los primeros en expedir doctorados en Relaciones Internacionales.

Dicho de otra manera, las disciplinas científicas no nacen de una mera especulación teórica sino que son el producto de fenómenos sociales nuevos que demandan un orden de conocimiento que no tiene registro en el academicismo clásico. La Revolución Industrial, la urbanización creciente y la aparición de nuevas clases sociales dieron origen a la Sociología con Augusto Comte; y la sociedad vienesa de la segunda mitad del siglo XIX fue el marco histórico en que nace el psicoanálisis.

Sin “historizar” las condiciones en que se genera, estructura y desenvuelve un orden del conocimiento, se tiende a “universalizar” erróneamente sus postulados originales, sin pasarlos por el tamiz de nuestras propias perspectiva y necesidades.

La reacción estadounidense

Cuando los estadounidenses advirtieron la hegemonía del pensamiento británico en la formulación de la nueva disciplina, unido a su recelo sobre el futuro de la Sociedad de las Naciones, reaccionaron rápidamente.

La Edmund A. Walsh School of Foreign Service de la Universidad de Georgetown fue la más antigua facultad dedicada a las Relaciones Internacionales de Estados Unidos. Casi simultáneamente el Comité de Relaciones Internacionales de la Universidad de Chicago fue el primero en expedir diplomas universitarios en este campo.

En la medida que Estados Unidos vislumbraba el derrumbe de la Sociedad de las Naciones, la posibilidad de una Segunda Guerra Mundial y la creación de un orden internacional hegemonizado por ellos, fueron creando nuevas instituciones y escuelas de Relaciones Internacionales.

Entre ellas podríamos citar: la School of International Service de la American University; la School of International and Public Affairs de Columbia University; la School of International Relations de St. Andrews University; la Elliot School of International Affairs de George Washington University; la Fletcher School of Law and Diplomacy de Tufts University y la Woodrow Wilson School of Public and International Affairs de Princeton University.

La hegemonía académica británica era desafiada por el vigoroso impulso intelectual estadounidense, que debía preparar a sus diplomáticos para la expansión que se venía, disputar la hegemonía mundial, preparar los cuadros adecuados, desde el Departamento de Estado hasta la futura CIA y, luego, ofrecer su doctrina a los jóvenes diplomáticos que fundarían la Organización de las Naciones Unidas, en reemplazo de la moribunda Sociedad de las Naciones.

Al redactarse la Carta de San Francisco que creó las Naciones Unidas el predominio intelectual se había trasladado a Estados Unidos. Lo mismo ocurrió con los Tratados de Bretton Woods, que dieron nacimiento a la actual estructura financiera internacional. Allí, el modelo propuesto por White (representante de EE.UU.) se impuso sobre las tesis de John Maynard Keynes (representante del Reino Unido) y, aún hoy, preservan la hegemonía estadounidense en los órganos clave del sistema financiero y económico internacional.

Una herramienta para el desarrollo

Tenemos que entender que la disciplina de las Relaciones Internacionales cumple un papel diferente en el centro que en la periferia. Mientras que para Estados Unidos es un instrumento para administrar y distribuir el poder a escala mundial, para nosotros debería ser la herramienta política para alcanzar los objetivos del desarrollo.

Sin embargo, nuestras universidades, académicos y especialistas, muchos de ellos formados en universidades norteamericanas, repiten y enseñan las últimas teorías surgidas de los laboratorios intelectuales del centro hegemónico. Un ejemplo patético de ello es que la seguridad ha desplazado al desarrollo de la agenda internacional y hemisférica. Basta repasar las prioridades impuestas para advertir que se corresponden con los intereses de la Doctrina de Seguridad Nacional del hegemón: no proliferación, amenazas nucleares, terrorismo, narcotráfico, etcétera.

Adicionalmente, se ha acuñado el concepto “multidimensional de la defensa” que no reconoce límites y desplaza al campo de la seguridad materias que, tradicionalmente, fueron temas de la teoría del desarrollo: migraciones, pobreza, marginalidad, desastres naturales, epidemias, enfermedades endémicas o proliferación del sida.

Ante la ausencia de un enemigo en el terreno ideológico, se ha generado la idea de un enemigo religioso. El choque de civilizaciones de Samuel Huntington es una clara expresión de la necesidad de identificar un rival, al que se le asigna una magnitud amplificada como amenaza de todo el occidente cristiano, para justificar las teorías de la guerra preventiva, el rol de gendarme internacional y la prolongación indefinida de la pax americana.

Las pregunta que debemos formularnos

¿Son esas las prioridades de América latina? ¿Son esos los problemas que nos afligen? ¿Tenemos márgenes de acción para involucrarnos en un choque civilizatorio? ¿Debemos sumarnos a toda cruzada o guerra santa que se emprenda invocando el interés colectivo de la “comunidad internacional”? Debemos hacer en el terreno de las relaciones internacionales lo que intelectuales como Prebisch, Furtado, Sunkel, Urquidi y otros hicieron con la economía internacional, al fundar la teoría del desarrollo económico latinoamericano. Pensar nuestra realidad y verla con ojos propios, ser heterodoxos, creativos, innovadores, identificar nuestros intereses nacionales y regionales y defenderlos, sin falsas concesiones a un academicismo creado para servir otros intereses, presuntamente “universales”.

Tenemos que esforzarnos por construir nuevas categorías de análisis, definir conceptos difusos y acuñar una terminología que exprese cabalmente a qué aludimos cuando mentamos términos elaborados desde la perspectiva del centro.

¿A qué se alude cuando se habla de “occidente”, es una definición geográfica, una dimensión cultural o un mero recurso semántico? ¿Qué categorías conceptuales se utilizan para calificar a ciertos países que no gozan de la simpatía de Washington como “Estados fallidos”, “países canallas”, “naciones inviables”, “Estados parias”, “países proliferantes” y otra serie de epítetos descalificatorios? ¿Qué significa sufrir la condena de la “comunidad internacional”? ¿Quiénes la componen? ¿Todos los miembros del sistema de Naciones Unidas, los miembros permanentes de su Consejo de Seguridad, un grupo selecto de países industrializados, el G-7, el G-8, el G-12, el G-15 o el G-20?

Los expertos de las relaciones internacionales no han logrado –hasta hoy– elaborar un concepto que defina el terrorismo. Estados terroristas pueden ser Afganistán para Estados Unidos; Chechenia para Rusia o el Tíbet para China. Las “nuevas amenazas” son siempre las que preocupan a las grandes potencias, jamás a los países de la periferia.

El último gran ejemplo de manipulación del lenguaje se produjo a partir de 2008, cuando estalla –con la quiebra de Lehman Brothers– la mayor crisis del sistema capitalista desde 1929. El G7- –uno de sus responsables– se amplia como G-20 para que los países emergentes se sumen como bomberos voluntarios para contribuir a apagar el incendio.

En ese momento un funcionario de Goldman Sachs inventa la sigla BRICs donde incluye a Brasil, Rusia, India y China, como players de las grandes ligas. Brics en inglés suena fonéticamente como “ladrillo”, lo que alude a países en construcción que van a apuntalar la nueva arquitectura financiera internacional.

A la inversa, cuando estalla la crisis en Europa, otro banquero bautiza a cuatro países como PIGS, que literalmente en inglés significa “cerdos”. La sigla engloba a Portugal, Irlanda, Grecia y Spain o España, es decir los marginales del núcleo duro franco-germano-británico. La responsabilidad y el peso de la crisis se hace recaer sobre estos irresponsables ribereños del Mediterráneo y la ínsula rebelde del Reino Unido, cuya indisciplina fiscal es un rasgo de su cultura que los convierte en los “pigs” de Europa.

Los sofismas de las relaciones internacionales

Nada de esto es casual. Tiene que ver con la distribución del poder y el prestigio internacional. Es la manera ejemplarizadora de demostrar la “centralidad” de Estados Unidos y Europa. Tienen que convencernos de que hay un solo centro y que ellos son el sujeto internacional y nosotros –los que habitamos la periferia– somos sus objetos.

Esa visión centrípeta de la historia quiere aparecer como una teleología y ese telos son Estados Unidos y Europa. Razón, historia, progreso y centralidad son términos equivalentes. Habrá que escribir, pues, algún lejano o cercano día, una “Crítica de la razón globalizadora”. Encontraríamos así que el proceso definitorio de la modernidad capitalista, más allá de la constitución de los Estados nacionales, de las luchas por el poder político o del pasaje de la razón kantiana a la razón hegeliana, se encuentra en el proceso de dominación mundial instrumentado por las naciones centrales.

Esta herejía intelectual, que seguramente no aceptarán quienes detentan el mandarinato intelectual en la Argentina, implicaría buscar en el corazón de la retórica globalizante los inconfesados móviles de la manipulación de la economía internacional y su encubrimiento a través de los sofismas de las relaciones internacionales, tal como se construyeron en los centros de dominación.

¿Qué tiene que ver este discurso con un número dedicado a la economía internacional?

Señalar que el análisis de las vinculaciones de la Argentina con el FMI, el Banco Mundial, la OMC, la Ronda Doha, el CIADI, las negociaciones agrícolas, la deuda externa, la internacionalización de las empresas, la inversión extranjera directa y la supuesta nueva arquitectura financiera internacional son importantes, vitales e imprescindibles para comprender nuestra relación con el mundo.

Pero ese collage no se podrá armar, y menos entender, si no se elabora una metodología que nos permita reconstruir desde la periferia, desde la Argentina, desde América latina, una visión propia de la economía y de las relaciones internacionales, que expresen, definan y concreten nuestros intereses históricos.

  • Director Ejecutivo de la Fundación Raúl Prebisch y del Instituto de Estudios Brasileños de la Universidad Nacional de Tres de Febrero.
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